MANUELA. - Perdone, extraño joven, no es que sea aficionada a dar paseos solitarios por los parques de la ciudad pero a usted no lo había visto antes por aquí. ¿Está esperando a alguien acaso?
DARÍO. - ¿Por qué habría de esperar a alguien? No hay mayor goce que el no esperar a nadie en un lugar tan apacible como este. El silencio es la mejor compañía para la contemplación.
MANUELA. - ¿Y qué ha contemplado? La calle está llena de obras. Yo las odio. Detesto pasar delante de ellas pero no tengo otro camino. Los obreros son atrevidos. Me hacen ruborizar gritándome posturas, improcedentes para mí.
DARÍO. - No me extraña que haya estimulado el griterío de la clase trabajadora. Ellos, así como yo, contemplaban su vestido al viento. Eso es lo que yo miraba cuando usted se iba acercando.
MANUELA. - ¿Y qué hizo luego?
DARÍO. - Soplé y soplé y su vestido levanté. ¿Sabe? Tenía el efecto visual de una deflagración, un estallido atómico en la más sublime de sus representaciones.
MANUELA. - ¿Qué tipo de alucinógeno ha ingerido?
DARÍO. - Ninguno la verdad, pero hay una explicación a mi desvarío. Trabajo en una fábrica de calzado, exactamente en el área de pegado. Estoy expuesto la mayor parte del tiempo a inhalar pegamento. El otro día confundí a mi jefe con un vil hacendado de una finca clandestina.
MANUELA. – ¿Ha hecho horas extras hoy?
DARÍO. - ¿Horas extras? El obrero emplea las veinticuatro horas al día. Doce horas para trabajar, otra para comer, una para transportarse, dos para emborracharse y las cuatro restantes en dormir soñando cómo llegar a fin de mes.
MANUELA. - Veo que los cálculos no son su especialidad. Le faltaron cuatro horas.
DARÍO. - ¿Cuatro horas dice? Da lo mismo. Repártalas como le plazca. Ponga donde las ponga, al final siempre será el mismo resultado.
MANUELA. - ¿Cuál es ese resultado?
DARÍO. - La anulación del hombre como ente creador. Para lo que fuimos concebidos, querida Manuela.
MANUELA. - ¿Es usted artista acaso?
DARÍO. - Por supuesto. Yo confecciono zapatos.
MANUELA. - Usted me dijo que sólo los pegaba, y que a ello se debía su constante desvarío.
DARÍO. - He ahí pues, mi anulación como artista creador. Podría ser el más grande diseñador de zapatos pero no, paso todo el día inhalando pegamento contra mi voluntad. ¿Es justo eso?
MANUELA. - ¡Claro que no! Mueva a sus compañeros. Cree un sindicato. Así por lo menos morirá de pié.
DARÍO. - ¿Morir? ¿Quién habla de morir? Veo que es un tanto pesimista, con lo bien que lo venía pasando. He de volver a la fábrica.
MANUELA. - ¿Lo veré alguna vez ecuánime, con la mente en estado puro?
DARÍO. - ¿Cuándo más puro que ahora?
MANUELA. - Natural, digo yo.
DARÍO. - La única manera sería el cambiarme de trabajo. Dejaría de confundir a mi jefe, y así, no me preocuparía por mi mal pulso y podría jugar tenis de mesa con usted.
MANUELA. - ¿Hace usted ejercicio?
DARÍO. - El de la razón, solamente.
MANUELA. - Admiro su lógica pero temo las consecuencias.
DARÍO. - Si teme es porque le perturbo. Eso es ya un gran avance. A mí me sorprende su insistente curiosidad por saber de mí.
MANUELA. - Nunca había mantenido una conversación con un pegador de zapatos.
DARÍO. - Ni yo con alguien que diga que no pasea por los parques cuando lo hace. Esta, Manuela, es la cuarta vez que la veo por aquí.
MANUELA. - Tiene memoria selectiva, según veo.
DARÍO. - Sólo almaceno lo que vale la pena recordar.
MANUELA. - Hace bien, siempre y cuando ello no condicione su vida.
DARÍO. - Es mejor así, de lo contrario dejaría de ser un artista del calzado para convertirme en un vulgar peón, preocupado en marcar la tarjeta horaria a tiempo.
MANUELA. - Ah, los horarios. Echan siempre todo a perder.
DARÍO. - No tanto los horarios sino aquellos infelices que se dejan arrastrar como las algas, entregados al vaivén de una fuerza mayor. La naturaleza humana es tan débil que se prefiere una rutina bien recompensada antes que la introspección, por lo paupérrimas que estas son para vivir, claro está. Vale más un sobrealimentado ignorante que un famélico pensador.
MANUELA. - ¿Cuánto pesa usted? Sospecho que bajo esas gruesas ropas obreriles hay un cuerpo enjuto y mal cuidado.
DARÍO. - Estoy por debajo de la media europea, por encima de la media iberoamericana y alto, muy alto por sobre el peso promedio del poblador africano.
MANUELA. - ¿Cómo será su hogar? ¿Qué pinturas adornarán las paredes de su entorno?
DARÍO. - Unas pocas. El arte está condenado a que la consuman unos pocos. Sólo tengo vulgares copias de mercadillo.
MANUELA. - ¿Algo de Chagall en su selección?
DARÍO. - ¿Cómo lo ha adivinado?
MANUELA. - Deducción. Intuyo su fascinación por volar.
DARÍO. - Volar, flotar, revolotear...sólo una cosa más. ¿Vestirá este vestido nuevamente?
MANUELA. - ¿Qué vestido?
DARÍO. - El que subleva a las masas.
MANUELA. - Si usted así lo quiere, lo volveré a vestir, pero que conste que lo usaré sólo porque usted me lo pide. No me hace gracia que me griten groserías cuando paseo.
DARÍO. - Yo no se las gritaré. Sólo las pensaré.
MANUELA. - Curiosa sintonía la nuestra, querido Darío.
DARÍO. - Curiosa mi puntualidad. Esta será la primera vez que no llegue tarde a trabajar.
nota: fragmento adaptado para el blog de una pequeña pieza (personal) de teatro del absurdo
© 2008 Santiago Antúnez de Mayolo
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