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© Los Linderos del Fuego

Íntimo Huésped

Crónica de un viaje en avión

Crónica de un viaje en avión

15 de diciembre sobre el Atlántico

Son los momentos previos al aterrizaje y tras largas horas de viaje, estiro unas vez más las piernas. Una azafata apura el carrito de la compra, de esos del merchandising, mientras una chica, poco antes de cerrar un libro, dobla la punta de la página 78 (libro que por momentos consigo distinguir). Todos traen consigo el cansancio. Las antipatías iniciales con el vecino de al lado son ahora amables gestos de asentimiento y aprobación con el piloto, semi-héroe anónimo al que nunca le veremos el sombrerito azul, tan sólo su voz otorgando confianza y cercanía, quizás la de alguien cercano, un tío, primo, acaso un hermano.

Ahora el avión se ladea y una botella rueda por su angosto suelo. Mis oídos son un estrecho callejón que sólo el Opening de Philip Glass puede serpentear.

 

Fallo Técnico

19:53

Huelo a humo. Un anciano hojea una revista de pipas y puros para detectives. Lo siento claramente. El hombre acaba de fumar un cigarrillo en uno de los servicios. Nadie más parece percatarse del olor. El segundo avión que me transportaría de Philadelphia a Chicago llegó con retraso, dijeron que fue un desperfecto mecánico. Siempre circunde en la cabeza la idea de una tragedia, por más breve que el pensamiento sea pero siempre ocurre, no creo que sea verdad aquello que dicen, que no hay ateo alguno al momento del despegue y del aterrizaje, cuando un ala se ladea, desbalanceando todo el avión. Pienso en los sobrevivientes y en sus historias, en las entrevistas que les hacen, en sus afirmaciones en la prensa escrita y tal vez algún padrinazgo en una escuela que lleve su nombre. Pienso en Madrid, en Lima y en algunas personas importantes en mi vida, en lo que dirán en el velatorio, en lo corta y absurda que es la vida y en quien heredará mis ropas, mis libros y mi música. La nave podría desintegrarse en plena travesía, o lo que sería peor, que uno de los motores ardiera de pronto, pintándonos de horror y caos los últimos segundos de nuestras vidas. Si muriese ahora me reencarnaría en una alcachofa. Hojas de espinas resguardando un oscuro corazón.

 

Mi vecina de asiento hojea nerviosamente un libro de cocina, y ve por enésima vez una receta del cheesecake que incluso yo he memorizado. Me mira y sonrie exageradamente. Pelo rojizo, 54 años atados a una coleta. El avión nos zarandea como muñecos, ahora todo tiembla y me está costando escribir. La señora solloza y hunde su cara en el respaldar delantero, luego se aferra y pega su espalda con terror. Yo me resisto al pavor mientras le miro los pechos saltarines. Ahora el vaivén nos acerca las caras. El cheesecake cae por sus piernas mientras imagino ser besado por última vez.

 

29 de diciembre, de vuelta a Madrid

Pasé el arco detector sin problemas pero inspeccionaron minuciosamente mi maleta de mano. Mi panetón podría contener algún objeto punzo-cortante para degollar a la tripulación entera. Estoy ahora en el Moline, Illinois, sin panetón, esperando a abordar rumbo a Chicago, destino Madrid. Transcurrieron muy rápido los 15 días en Cedar Falls. Quince días rodeado de cariño y comida, de besos y nieve, de malls y de campos llanos...extremadamente. La agorafobia queda como mera anécdota granjeril. Iowa es completamente plana e inmensa.

 

30 de diciembre en Europa

La señora de mi anterior relato fue muy amable conmigo. Al tocar tierra me preguntó si tenía alguna otra conexión, luego pidió que la siguiera. Ella también había perdido el vuelo de Chicago-Moline, por lo que fuimos juntos a negociar algún otro vuelo a Iowa.  Creo que fueron tres las veces en que, en el trayecto, me dijo que podríamos ir a pernoctar al departamento que uno de sus hijos tenía en Chicago y esperar un vuelo a la mañana siguiente, y que no me preocupara ya que su muchacho no estaba en casa. Imaginé la situación: ella acercándose a mi cama preguntando si todo iba bien, yo alargaría mi brazo hasta alcanzar su cabeza. Luego nos entregariamos al sudor, a los arrumacos y a la extraña sensacion de estar en compañia de alguien en una ciudad donde ninguno vivía, en un piso ajeno y con un buenos dias tal vez de pocas palabras, menos aún de las que acostumbran decirse los matrimonios que superan el quinquenio.

Llegaré a Madrid en una hora. Buen compañero el vino ante viajes tan largos. He dormido mucho en el trayecto y no he escrito casi nada, creo es mejor así.

Como escribió Cesare Pavese en El Oficio de Vivir:

"Hay que confesar que has pensado y escrito muchas trivialidades en el diarito de estos meses. (días para mí)

Lo confieso, pero ¿hay algo más trivial que la muerte?"

© 2009  Santiago Antúnez de Mayolo

 

--> Fotografía de José Antonio Galloso - "Puente sobre San Francisco"

 

***Una vez más la acabo de joder. Al corregir una frase redundante guardé este texto como "borrador" en lugar de darle a "publicar"...me he cargado los comentarios una vez más y se ha cambiado la fecha de publicación (enero) como si fuese un texto reciente...lo siento

La Memoria del Aroma

La Memoria del Aroma

 Aquellos que me conocen saben que mi mayor cualidad no es precisamente mi memoria. Olvido charlas mantenidas algún tiempo atrás. Olvido a veces rutas recorridas anteriormente y creo no recordar ciertos rostros que mantuvieron conmigo alguna conversación, ni qué decir de los nombres a los que mi memoria recrea a su antojo, rebautizándolos como Policarpio, Genoveva, Absalón o Conchita Jaramillo. Una vez alguien me dijo que tenía memoria selectiva, y que sólo recuerdo lo que mi subconsciente quiere filtrar. No lo sé. No sé si desecho lo que no quiero recordar, ¡como si todo lo que no recuerde quisiera olvidar! Felizmente me valgo de mi nariz. Tengo una gran memoria olfativa. Conservo de manera exacta y definida cada uno de los olores de los colegios por donde pasé en mi intrincada vida escolar. Cada patio, cada zapatilla nueva, cada uniforme viejo, el primer día de clases con los útiles nuevos, el cabello de las niñas por las mañanas, el olor a sudor, a lápiz, a balón, a infancia, a pobreza, a clase media y a avena de colegio estatal, todo eso permanece intacto en mi memoria.

Por las tardes, me encerraba en mi habitación a hacer supuestamente los deberes. Pasaba horas y horas leyendo al Hombre Araña, Asterix, Fantomas y Mafalda. Mi colección era considerable por lo que casi nunca me aburría, y si eso ocurría, jugaba al fin del mundo con el muñeco que tenía de Batman. Lo arrojaba desde lo alto de mi pupitre, lo enterraba en el jardín o enemigos invisibles le clavaban agujas, pero Batman nunca moría (ni cuando libró la batalla del 78 contra El Hombre Nuclear en la tina de mi baño). Pero había algo que llamaba mi atención; el olor del disfraz, de su cabeza azul. Investigué. Le arranqué un trozo de cacho para ver qué había dentro. Acerqué mi nariz al pequeño orificio: un intenso olor a hule y pegamento subió por mis fosas, achinando mis ojos y haciéndome toser estentóreamente. No sé si fue el pegamento, el hule o una milagrosa lucidez pero, después de inhalar el cráneo hueco del pobre muñeco, hablé esa misma tarde con mi madre sin tartamudear, resolví arduas ecuaciones matemáticas, y dije mi primera frase en francés sin nunca haberlo estudiado.

Uno de esos días de semana, tal vez a las nueve de la noche, mi padre se alistaba para salir con mi madre a alguna reunión del Club de Leones que ella detestaba. Estuviese donde estuviese, sea en la primera planta, en mi habitación o jugando con el perro en la azotea, un aroma golpeaba mis fosas, quebraba sus finos vellos y daba el timbrazo eléctrico en mi cerebro. Mi padre se acababa de rociar algunos mililitros de Paco Rabanne tras las orejas, por los lados del cuello y en la solapa de su traje. Las veces que lo hizo estando yo en su cuarto viendo televisión fueron alarmantes para mi sensibilidad olfativa. Salía literalmente volando de su habitación, colapsado por tanta fragancia, abriendo mi boca como un buzón e inhalando por ella a fin de evitar ahogarme. El lado amable de todo esto era que veía a mi padre reír, y yo por supuesto exageraba un poco para verlo feliz.

A escasos cuatro días de mis 39 años, mi olfato sigue igual de agudo. Hay días que tengo que bajarme abruptamente del metro, sino es alejarme de algún señor al que le apesta hasta su diario de notas. Se imaginarán también las veces que me he visto acorralado por el camión de basura en algunas calles estrechas de Madrid. Pero a veces, afortunadamente, hay aromas que me llevan, me transportan como una pluma y me arrastran, me subvierten y me hacen cambiar de rumbo y de vereda; desde una ventana abierta con un plato casero recién servido a una peletería con modelos  casi siempre pasados de moda. Me fascina el aroma del queso, el de los libros y el de los frondosos cabellos femeninos recién lavados. Me trastorna el aroma del curry, de la albahaca y de la tierra mojada tras una tarde de lluvia. Me conmueve el olor del sexo en la mujer amada, el de su piel, el de su saliva y el de mis sábanas cuando no está. Si me dieran a escoger en mantener sólo uno de mis cinco sentidos, escogería sin duda el olfato. Sin él, no tendría tacto para sentir la pasión, ni vista para indagar lo que me atrae, ni oído para auscultar, ni gusto para hallar el verdadero sabor de la vida. Mi único inconveniente es que, además de no poder oler la maldad ni la riqueza, soy incapaz de olerme a mí mismo. Sólo cuando me ducho huelo a fresas del campo, pero pasadas unas horas soy como el resto de los mortales, tan incapaz de olerse a sí mismo por más que llevemos una nariz pegada, grande y con vida propia como la mía.

(Texto escrito el 19 de diciembre del 2007 pero por un error interno de Blogia, lo ha recolocado como nuevo)

 

© 2007 Santiago Antúnez de Mayolo

"Das Parfum (Jean-Baptiste Grenouille)" - Uwe Heidschoetter

A Marité

A Marité

 La tarde del 87 cambió nuestras vidas para siempre. Pasado el mediodía, mi hermano y yo almorzábamos con prisa. Con anticipación compramos las entradas para el mejor concierto de la época, Soda Stereo en el coliseo Amauta. Encontrándonos a medio camino del lugar me cercioré por octava vez si es que efectivamente llevaba en uno de mis bolsillos los boletos del recital. "Cuatro" -me dije-, todo va bien. Qué lástima que Marité (mi hermana menor) no haya podido venir". Mis padres no le habían dado permiso ya que consideraron que el concierto no era apropiado para una chica de quince años. Ella, furiosa por no poder asistir, cogió su bicicleta y se marchó a casa de una amiga de colegio, a unos veinte minutos de camino.Una vez dentro, nos ubicamos según correspondía a nuestra numeración. "Demasiado lejos", pensé, y es que efectivamente el escenario se veía reducido, alumbrado por luces de colores, gente corriendo de aquí para allá. Fue cuando entre el griterío alguien llamó a mi nombre. "¡Santiago!". De inmediato me pregunté cuántos Santiagos podrían haber en el coliseo en ese momento, relativamente cerca a mí y que tengan una hermana pequeña llamándolos insistentemente. Imaginé entonces que Marité estaría también dentro del coliseo. Se había venido con su amiga, y descubriendo mi enorme nariz entre la multitud, llamó a mi nombre. En cuestión de minutos se acercaría hacia donde estábamos, siempre y cuando los de seguridad no obstruyeran su camino. "¡Santiago!", oí una vez más. Era ella, no tenía la menor duda. Reconocería su voz entre un millón, y su particular risa entre varios cientos. El recinto comenzó a llenarse rápidamente y el espectáculo se iniciaría en escasos minutos. Obscuridad total. Los primeros acordes de guitarra hicieron estallar al público. Seguro que Marité estaría saltando sobre su asiento tanto como lo hacía Cerati sobre el escenario, pequeño para mi vista y sin pantalla gigante. Aún no daba crédito que mi hermana pudo haberme reconocido entre las miles de pancartas, cabezas y brazos en alto. Luego del concierto, aguardamos un rato en nuestros lugares por si vislumbrábamos a Marité, pero ni rastro de ella. "La veremos en casa", me dijo César.

  El viaje de vuelta parecía interminable. A duras penas el viejo autobús se abría paso entre la multitud. Llegamos a casa avanzada la medianoche. A buen recaudo guardé el paquete de cigarrillos. "No debes fumar, eres asmático", me decían, pero la verdad no me importaba demasiado. La luz de la puerta de entrada estaba encendida, señal inequívoca que teníamos visita en casa. "Qué tal, pasen, pasen sobrinos", nos dijo abrazándonos emotivamente un buen amigo de mis padres. Sus ojos estaban enrojecidos y la voz le sonó temblorosa, como dudando en decirnos algo. Ni bien avanzamos unos pocos pasos mis padres, arropados por la esposa de mi tío, salieron raudos a recibirnos. "¿Qué pasa?, ¿qué hacen aquí en la puerta?, preguntamos. Mi madre, aferrada a mi padre como una gran desvalida, trató de decirnos algo que a las justas pudimos comprender. "Tu hermana, tu hermanita", me dijo cogiéndome de la cara. "¡¿Qué le ha pasado?!, ¡¿dónde está Marité?!. Me pareció oírla en el concierto. Ya estará en camino", dije negando cualquier posibilidad de tragedia. "Santiago, César, han atropellado a Marité. Fue cogida por un carro a pocos minutos de salir", dijo mi padre llorando como nunca antes lo había visto. César preguntaba por los detalles, mientras mi madre bebía agua de azar que su comadre le daba. "Al ser las cuatro de la tarde miré tras la ventana por si veía a Marité doblar la esquina. Tu mamá no pudo aguantarse y llamó a casa de Paola. Marité no había llegado y su amiga la estuvo esperando en el patio de su casa. Salimos con Miryam (mi hermana mayor) a buscarla por todos lados. Preguntamos a viandantes, al cura de la iglesia, a alguno que otro feligrés. Oímos un ruido muy fuerte. Cuando salimos a ver qué sucedía, una niña estaba tirada en medio de la avenida, contaron. El chofer del vehículo apestaba a licor, agregó otro. Todo lo que supimos fue que el carro tenía el logotipo de un organismo oficial, y que Marité cayó a varios metros del lugar del impacto. Su pequeña cabecita fue golpeada contra el parabrisas. Dijeron algunos que se puso de pié, pero luego cayó fulminada sobre sus huesos. Estuvimos buscándola por todas las dependencias policiales y servicios de emergencias pero nadie sabía nada de ella. Al fin un policía nos dijo, sentado delante de su pupitre, que una chica muy joven yacía sobre una camilla escaleras arriba, en el área de urgencias. Miryam preguntó desesperadamente si estaba viva o muerta, pero el encargado no dijo nada. Echada, desnuda bajo unas sucias sábanas y con los ojos cerrados la encontramos. No pudimos creerlo. No a nosotros, no a ella, no a ella...", acabó por decir mi padre. "¡¿Dónde está Miryam, dónde está Miryam?", pregunté temeroso. Estaba con mi hermana menor, velando a su lado cualquier atisbo de movimiento, alguna pista que disipase la gravedad de su estado. La primera noche en el Hospital Militar fue dolorosamente interminable. Cuando recién me dejaron verla, una cortina de tul rodeaba su blanco lecho. Ahí estaba, con la clavícula rota, algunas costillas, la cadera fuera de sitio y el cerebro violentamente golpeado. "El concierto estuvo muy bueno", le susurré al oído, mintiéndole que estuve a pocos metros del escenario. Pero cuando recordé su frágil voz irrumpiendo entre la muchedumbre no pude más y eché a llorar. "Despierta, por lo que más quieras, despierta por favor", suplicaba, mientras mi padre me abrazaba, envejeciendo varios lustros de pronto. 

  Han pasado ya veinte años y mucha agua ha corrido bajo el puente. A pesar que le fue robada su juventud, aún sabe reír. A pesar que algunas amigas se alejaron de ella, es alma afable y cariñosa. A pesar del pesar, de los domingos sin nuestro padre y del hastío, Marité sigue adelante. Nos has demostrado a todos, particularmente a mí, cómo no dejarse amilanar ante las adversidades de la vida. Y sí, por supuesto que llora, como todos. Además, el dolor es inherente al ser humano, así que no debería preocuparse en exceso. Nos tiene a nosotros, unos a su lado, otros alejados por esta mala distancia. Eres un ejemplo vivo de superación, persistencia y voluntad. No importa tu hipoacusia, ni tu mal pulso, ni que no puedas nunca conducir. Te admiro por lo que tienes, no por lo que podrías haber llegado a tener. Te admiro por como eres, no por quien podrías haber llegado a ser.  

(A la izquierda mi primo Antonio, al centro Marité y yo a su derecha, con pantalones altos. Detrás el carro de la tía Maruja estacionado en el garaje de casa.  Fotografía tomada probablemente en 1974)

© 2007 Santiago Antúnez de Mayolo

Humanidad

Humanidad

Anoche cuando acababa un nuevo texto aquí, todo se cerró repentinamente. No pude guardar lo que tras dos horas de escoriación mental había escrito. Dilucidaba sobre el único motivo por el cual el hombre de Occidente, tan dueño de sus victorias y temores dentro de la modernidad, se ponía en pellejo ajeno. Divariaba yo en una tragedia incólume, en la caída de las grandes ciudades y en el derrocamiento del poderoso. Imaginaba a Bagdad sobre Cibeles y a Somalia deambulando su hambruna sobre los Campos Elíseos. Pensaba que sólo tras una enorme tragedia universal el hombre se llegaría a contemplar (a sí mismo). Fue en ese momento cuando esto se bloqueó, cerrándose casi de inmediato. Queriendo retomar el desenfreno, entré a la página de El País. Grande fue mi sorpresa cuando me di con la triste noticia de un terremoto en mi propia tierra. Siete Coma Nueve en la escala de Richter. Quinientos son los muertos hasta este momento. Uno sólo el dolor en mi pecho. Nunca tanto como ahora me había dolido tanto la distancia. Esto es lo menos que puedo hacer por ellos. Por su hora de la merienda interrumpida. Por los feligreses sepultados. Por sus entrañables abuelitas de cálidas y regordetas manos. No pido caridad sino mas bien recobrar sentido a la humanidad. 

En España, se puede depositar dinero en la siguiente cuenta del banco La Caixa (Barcelona):        2100-0479-21-0200048852. Cualquier información, escribir al correo electrónico centroperuanobcn@gmail.com o llamar a los teléfonos 93 2650720, 678 668934 y 608 593656.

Cualquier aportación, por mínima que sea, será retribuída alguna vez en tu vida por tu propio karma. Muchas gracias.

La Comprensible Ira de los Pájaros

La Comprensible Ira de los Pájaros

Nos están quitando la vida. No les bastó con quitarnos las alturas para que luego, al cabo de unos años, nos roben la vida, el hábitat. Cada vez somos más los pájaros que, obligados a abandonar los árboles, elegimos la ciudad empujados por el hombre. Nos cazan por simple deleite y destruyen nuestro territorio para instaurar nuevas alternativas de desarrollo. Hoy somos pájaros urbanos. Graciosos nos debemos ver encaramados en los cables y altas torres, oteando con frustración coloridas fuentes de agua donde antes había un pequeño parque. Ellos, los hombres, son culpables de nuestro grisáceo plumaje y de nuestra nerviosa diarrea.
Llaman evolución al desarreglo y avance a la deforestación. Antes creíamos que el hombre era peligroso. Estábamos algo equivocados. El hombre es un ser comprometido...comprometido con su propia extinción.

© 2007 Santiago Antúnez de Mayolo 

77 L

77 L

Hoy pétreo me he quedado al observar el marcador. 777. Tres número exactos y limpios sellando así las visitas de esta bitácora-blog-espacio-refugio. Tan excelso hecho creí digno de compartir, pero cómo hacerlo, si esto nunca se detiene? ¿Cómo hacer vuestro este momento en el que un precioso tridente, el 777, marca su paso exacto y accidental? No podré compartir este descubrimiento con nadie y quedaré como un vulgar cuentista. El 777 habrá dejado paso a la lógica y sin despedirse ni dejar mayor rastro será un inocuo 778, luego un urgido 779 para finalmente encontrarse con el rechoncho 800 (muy definitivo él). Confieso que estuve por urdir una mentira. Quise modificar un 7, exactamente el último, por una L. Tenía todo planeado. Incluso en caso de alguien preguntarme ¿por qué 77 L? diría "dado lo accidentado del terreno, el último 7 tuvo un síncope, un mareo, y se cayó hacia atrás, justo sobre una pequeña montaña de tierra. Esa es también la razón del espacio entre el último 7 y L...por el momento no dará entrevistas. Compréndanlo. Está muy abochornado". No. No hubiese cuajado. De todos modos, gracias a la L por el intento. No lo olvidaré.

© 2007 Santiago Antúnez de Mayolo

(Victor Hugo en la fotografía,1853)

El Peso de la Conciencia

El Peso de la Conciencia

Hoy me siento un poco más culpable que ayer. Me quejé del calor y de la cola del pan, de mis suelas gastadas y de lo poco que me duran los cigarrillos. Rebuzné por las bocinas y por un dolor de muelas que no tengo. Maldecí por los gatos de medianoche que, insomnes, irrumpen en mi sueños las pocas veces que tengo uno. Me lamenté por un padrastro en el dedo anular y guimoteé al morderme el labio inferior. Son muchas las ocasiones que, involuntariamente, soy exactamente como el resto, alguien con sus días buenos y malos, un tipo con música, libros y buenos amigos, un hombre con su dosis de contradiccion y porción de arrogancia. Un hombre aprendiz e ignorante, alumno y maestro, parroquiano y civil. Tenemos libertad de elección. Nosotros sí. Elegimos desodorantes, un empleo más o menos decente y comer a deshoras. Esta niña, llamémosle Obdulha, no. ¿Elección? ¿Cual? Nunca la tuvo. No pudo elegir el ponerse de pié y evadir el acecho de la muerte. Kevin Carter ganó el Pulitzer cuando tomó durante sus vacaciones esta pavorosa imagen en un campamento de Sudán. Al poco tiempo alguien le preguntó si había hecho algo por la niña, o si de lo contrario, se había tomado su tiempo esperando a que el buitre abriera las alas y enfilase el pico sobre la pobre criatura. Un año después hallaron al curtido fotógrafo de guerra dentro de su propio vehículo. Se había envenenado.

© 2007 Santiago Antúnez de Mayolo

Desatado el Minotauro

Desatado el Minotauro

Un minotauro se ha desatado. Embravecido estaba, atado con una vil soga al yugo que suponía la quietud de su hábitat. Se ha arrojado por la cornisa, sin culpas ni grilletes que le obstruyan más. Hoy azotan los grandes ventanales que una vez lo mantuvieron cautivo, mostrándole sólo pequeñas porciones de realidad. Un minotauro se ha desatado. Veinticinco patadas encabritadas dio antes de liberarse partiendo las losetas de su prisión. Corrió hacia el sur, siguiendo el rastro que ella iba dejando. Nada lo detuvo, ni la lluvia, ni el frío, ni los recaudadores de impuestos, corrió mientras pompones de algodón golpeaban con suma suavidad su rostro. Eclosión en la reunión de los cuerpos. Explosión sobre el pecho. Súbete a mi lomo y vente conmigo. Prometo que no te dejaré caer.

© 2007 Santiago Antúnez de Mayolo

(Ilustración de Pablo Picasso:"Minotauro acariciando a una mujer dormida", 1933).

Used to be a Sweet Boy

Used to be a Sweet Boy

¿No les ha ocurrido, alguna vez, tener la certeza equivocada de portar la humanidad sin pizca de vida? ¿No les ha ocurrido, quien sabe, creer que la dulzura hace al hombre menos viril cuando en realidad la única castración es el no serlo? ¿Dónde radica la hombría? (Pobres hombres, aquellos que la reafirman con los genitales). ¿Dónde sino la caricia? ¿Qué hacemos con los sentidos entonces y cual es la utilidad de la rudeza? Que alguien me lo explique por favor.
En esta vida nada abandona el recorrido que se habrá de hacer. Nuestros músculos, las funciones capilares y la capacidad para dejar la ventana abierta cuando algo intuimos. Pronto he de tomar el autobús. Saber esperar dice el dicho. Todos tenemos derecho a grados de locura, es verdad, pero ¡ay de quien se olvide de la dulzura pues será tan sólo un puñado de nervios mal atados!

© 2007 Santiago Antúnez de Mayolo 

(Pintura de Gustav Klimt: "The Three Ages of Woman", 1905)

Ligera sospecha

Ligera sospecha

 

¿Es natural dejarse estar, bajar las persianas, mover el pie y aislarse de todo cuanto acontece fuera? ¿Es natural comer a deshoras, fumar uno y otro cigarrillo y autocompadecerse a las dos de la mañana? ¿Es normal pasar de todo, contarse las costillas y tener la ligera sospecha que este mundo no está hecho a nuestra medida? ¿Y si dudamos mejor y decimos NO, QUIÉN, CÓMO Y CUÁNDO o es que tan grave es seguir estando solo porque así lo deseamos? ¿Realmente lo deseamos o es que tenemos miedo de volver a equivocarnos? ¿No será que no soy el único mortal que huye de los compromisos cuando en parte lo anhelo? ¿Quién fue, es y será ella, quien me bese la frente, que se haga corpórea y se deje arropar? Ligera sospecha la mía cuando creí encontrarla. Hoy salgo al balcón y el viento sopla mi cara. No estoy tan sólo como esperaba.

© 2007 Santiago Antúnez de Mayolo

Aprendizajes a media vida

Aprendizajes a media vida

A media vida, cuando respiro, siento aún que todo lo que he hecho ha sido insuficiente. El mudarme de planeta, dejar eso que llaman patria y aprender a no echarla de menos. Aprender a cocinar, a apreciar el verdadero valor de las frutas y a ver cómo discuten las ancianas del supermercado. Aprender a perder amigos, a asumirlo y a ganar otros. Aprender a olvidar, a ganarme adeptos y contrarios. Aprender a apreciar un amable envejecimiento y a no desabrigarme en invierno. A media vida retomo el abecedario, las tildes y las vanas presunciones. Me visto sin miedo a las urracas parlanchinas, sin miedo a escalar y tropezar; respirar. Siento que todo lo que he hecho aún me sabe a poco. Incluso el mar, el campo y las noches en vigilia. A media vida aprendo, sea para morir, o muriendo por amar.

© 2007 Santiago Antúnez de Mayolo